Durante mis años como gerente, me tocó interactuar con un cierto tipo de cliente. Ese cliente que requería de proyectos de mediano o largo plazo. No era el usuario final, compraba nuestros productos para incorporarlos a sus propios productos y esos eran vendidos al consumidor final.
En aquel tiempo nos tomaba hasta 2 años o más el diseño, desarrollo, prueba y validación y puesta en marcha de la manufactura de uno de los productos para dichos clientes. Así que con el tiempo se desarrollaba una relación continua y cercana con ellos.
En una ocasión, habiendo terminado la puesta en marcha de uno de los productos y tras muchos tropiezos y problemas que tuvieron que ser resueltos mediante una estrecha comunicación con el cliente, los productos empezaron a fluir de manera constante desde las líneas de producción.
Una mañana, a finales de otoño, me encontraba sentado en mi oficina atendiendo varios pendientes cuando recibí una llamada. Era el gerente de calidad del cliente, un enorme personaje de origen alemán y que nos contaba historias de cómo había participado en los finales de la segunda guerra mundial.
Con el teléfono en la mano, de manera natural, pensé en el peor escenario y ¡ah, como soy bueno para pensar en lo peor! Por mi mente pasó el escenario de una o varias piezas malas o rechazadas, uno o más lotes parados en las instalaciones del cliente y ya me hacía viajando con ingenieros de producto y de calidad al extranjero para ir a inspeccionar cientos o miles de piezas.
–¡Hola Luis! –me dijo en su inglés con acento alemán.
–¡Hola! ¿cómo estas?
–Bien, todo bien por acá. ¿Cómo va todo por allá?
Su pregunta me dejó completamente confundido. Si todo estaba bien entonces cuál era la razón de la llamada, pensé.
–Todo bien por acá –respondí pensativo. –¿Algún problema con alguno de los embarques o productos?
–No, de hecho, todo bastante bien. ¿Cómo están las cosas por allá en México? ¿Cómo están todos?
–Bien. Todos bien, también. –Respondía mientras continuaba completamente pensativo respecto a la naturaleza de la llamada. –¿Seguro que todo bien con los productos y los embarques? –me atreví a preguntar por segunda vez.
Mi interlocutor, seguramente, percibió mi confusión en mi tono de voz. Y con su calmado timbre de voz alemán procedió a explicar.
–Estamos bien Luis, solo que no hemos tenido noticias de ustedes desde que se liberó el producto. Ya han pasado varias semanas.
–Claro, es que no ha habido problemas.
–Justo ese ese el detalle. No quiero que me hables solo cuando las cosas están mal. Quiero que me hables para saber cómo estamos. Quiero saber de ustedes, quiero saber de ti. Que me preguntas como está el clima o si ha nevado. Es muy importante mantener una comunicación cercana por nuestra relación cliente – proveedor.
Tengo que aceptar que, en aquel momento, en mi inexperiencia y juventud, mi mente explotó. Yo realmente pensaba que solo debíamos comunicarnos si necesitábamos algo o si las cosas estaban mal. No se me había ocurrido pensar en dar mantenimiento a nuestra relación más allá de los meros proyectos y productos.
Lección aprendida
En aquel momento aprendí que nuestras relaciones con los clientes son de largo plazo y que debemos de dar seguimiento a las mismas. Sí, son negocios, son operaciones comerciales, pagos y cobros. Pero también somos seres humanos y esa condición requiere de interés, atención y acciones para mantenerse.
Para tener una relación de colaboración son necesarias ese tipo de comunicación y ese tipo de interacciones. Sin ellas no existen los puentes para que fluya la confianza y se fortalezca la relación.
Desde aquellos años, periódicamente escribo a mis clientes, con los que tengo proyectos y con los que no también. Les pregunto como están y les mando saludos. Solo quiero que sepan que estoy aquí, que me acuerdo de ellos, que quiero saber “si ha nevado” por allá, y saber que todo está bien.
En alguna ocasión, más de uno me ha dicho:
–¡Qué gusto saber de ti! ¡Justo estábamos pensado en que deberíamos llamarte! Fíjate que tenemos esta situación y necesitamos que nos apoyes…